La desaparición es «una herida que nunca se cierra»
31 marzo 2023
La historia de Izabel López Raymundo en el panteón de historias de desapariciones es la de alguien víctima de daños colaterales.
Era el 13 de junio de 1982, cuando el régimen militar de Efraín Ríos Mont rodeó el pueblo de Nebaj, donde ella vivía en Guatemala. Los militares estaban aplicando la política de tierra quemada, la cual consiste en destruir todo lo que está a la vista. Prendieron fuego a las casas; dispararon a un hombre que protestaba por los incendios delante de su propia casa; el hijo se puso delante de su familia para protegerles, por lo que también fue disparado. La madre fue llevada a la parte de atrás de la casa con un bebé en su espalda, donde fue disparada a quemarropa. La bala mató a la madre, pero se quedó alojada en el cuerpo de la bebé. Un soldado cogió a la bebé, con el pretexto de salvarla, y fue entregada a un orfanato. La bebé fue adoptada posteriormente y llevada a Bélgica, donde creció.
La bebé, que ahora es un adulto, es López. Ella tiene una cicatriz en el pecho por donde entró la bala, «como si dijera: para que no te olvides», explicó López. Fue esta cicatriz la que ayudó al resto de su familia a identificarla en última instancia.
López narró su historia durante el período reciente de sesiones del Comité contra la Desaparición Forzada (CED). El Comité escucha o lee de forma rutinaria testimonios de familias y otros supervivientes de desapariciones forzadas.
«Hoy estoy dando mi testimonio como homenaje a mi familia, la cual fue masacrada a sangre fría, y también como tributo a las víctimas de la guerra que los hizo desaparecer,» indicó López. «Estas familias que tuvieron que reconstruir sus vidas soportando el daño físico y psicológico causado por las masacres pero también por la desaparición de sus seres queridos. Doy mi testimonio con la esperanza de que las cosas cambien en el futuro, y de que esto no vuelva a ocurrir.»
Cuando un niño o niña es víctima de una apropiación ilícita, él o ella es privado de sus recuerdos familiares, declaró el miembro del comité Juan José López Ortega. Historias como las de López nos ayudan a recordar que los niños también pueden ser víctimas de desaparición forzada.
«Esta emocionante historia nos sirve para destacar la importancia que tiene el Convenio para este Comité y para los Estados con el fin de adoptar todas las medidas necesarias para prevenir la desaparición forzada de niños,» aseguró él. «Cuando un niño es víctima de estos actos... toda la información esencial para identificarle queda oculta o desaparece. Los recuerdos familiares son un valor básico, a los que todos y todas tenemos derecho y que no deben arrebatarse a ninguna persona.»
Para López el proceso de encontrar a su familia biológica comenzó en 2008, cuando recibió una carta de la asociación guatemalteca La Liga Guatemalteca de Higiene Mental. El grupo busca a niños y niñas de los desaparecidos durante los años que duró el conflicto armado. López encajaba con informes presentados por su familia biológica. No obstante, la muerte de su madre adoptiva en 2009 detuvo temporalmente el proceso.
«Cuando nació Alexy, mi primer hijo, en 2017, tenía un sentimiento de culpa,» señaló López. Decidí entonces volver a conectar con mi familia biológica. Mis hijos se parecen más a mí que a su padre, por lo que son pequeños Mayas que tienen derecho a saber de dónde proceden.»
López se puso en contacto con La Liga, y consiguió así encontrar a sus hermanas. Ellas se pusieron en contacto primero por teléfono y más tarde usando videollamadas. Fue la hermana de López, Petrona, quién comenzó la búsqueda y reconoció a López durante su primera videoconferencia. Las dos hermanas parecían prácticamente idénticas, aseguró López. Más tarde, su hermana mayor Ana la vio y se puso a llorar de alegría. Tras 40 años de búsqueda, habían encontrado a su hermanita pequeña.
En 2019, nació la hija de López, Alicia. Algo más tarde, su hermana biológica Ana, la misma que la había llevado cuando era un bebé que se debatía entre la vida y la muerte, le envió un pañuelo desde Guatemala. López decidió usarlo para llevar a Alicia en su espalda y se hizo una foto así. Una imagen sencilla pero a la vez poderosa para volver a conectarla con su cultura, y a la vez «para que nos represente de forma simbólica, a mi madre y a mí», esta vez sin una bala o cicatriz, explicó.
López afirmó que ella vive con la cicatriz física provocada por la bala que mató a su madre biológica como símbolo de su renacimiento, de la muerte, pero también de la vida.
«En mi destino, mi mayor herida es también mi mayor poder de resiliencia,» declaró. «Un sufrimiento enorme puede conducir también a una gran paz, pero cuando te dan por desaparecida, nunca llegas a sanar del todo. Nuestras familias no pueden llorarnos sin saber qué ha sido de nosotros. Y nosotros y nosotras, como personas que han desaparecido, somos despojadas de una parte de nuestra historia, de nuestro propio ser. La desaparición es una herida que nunca cicatriza pero nunca nos sentimos solos: todo lo que tenemos que hacer es sonreír a la persona adecuada.»