Skip to main content

Declaraciones Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos

Desafíos mundiales a los derechos humanos

Retos mundiales

05 abril 2017

Discurso del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Zeid Ra'ad Al Hussein, pronunciado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Vanderbilt, en Nashville, Tennessee (Estados Unidos de América)

5 de abril de 2017

Profesor Newton,
Sra. Charney,
Estudiantes y amigos:

Es un honor para mí hablar del legado del profesor Jonathan Charney. Sus ideas acerca de la necesidad de una Corte Penal Internacional de carácter permanente se adelantaron en algunos decenios al pensamiento de la época y su incansable activismo contribuyó a formar varias generaciones de juristas en esta distinguida universidad. Creo que si el profesor Charney estuviera hoy entre nosotros, se sentiría orgulloso –e incluso encantado-  de los progresos que la Corte ha realizado en los últimos 15 años. Pero también se sentiría ansioso. Ambos sentimientos no se excluyen mutuamente.

En pocas palabras: un conjunto cada vez mayor de Estados Partes, aunque todavía poco numerosos, están desafiando a la Corte. En los casos más extremos, mediante una negativa categórica a acatar la jurisdicción de este tribunal, como ocurre con Burundi. O, como vimos recientemente en el caso de Sudáfrica, mediante la falta de colaboración en el arresto del imputado presidente de Sudán, Omar Hassan Al Bashir, sobre la base de argumentos jurídicos limitados. Y sospecho que mi propio país, Jordania, que la semana pasada, muy a mi pesar y consternación, acogió a Al Bashir, utilizará los mismos argumentos.  

Damas y caballeros:

Estamos interfiriendo con delicados mecanismos internacionales y lo estamos haciendo de manera peligrosa.

La semana pasada me encontraba en el Parlamento británico cuando se firmó el Artículo 50, que oficializó el divorcio entre la Unión Europea y el Reino Unido, proceso conocido como “Brexit”. Estados Unidos de América, bajo el gobierno del presidente Trump, examina actualmente la posibilidad de retirarse del Consejo de Derechos Humanos e incluso de instrumentos fundamentales de derechos humanos, tales como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. También está la cuestión de si Estados Unidos suspende la financiación de las organizaciones internacionales. El verano pasado, se informó de que determinado número de países árabes habían amenazado con retirarse completamente de las Naciones Unidas –una amenaza sin precedentes- si sus nombres figuraban en el anexo al informe que el Secretario General presentaría al Consejo de Seguridad en relación con graves violaciones de derechos humanos perpetradas contra los niños en los conflictos armados. Son numerosos los Estados europeos que siguen amenazando con retirarse de la Convención Europea de Derechos Humanos. Otros Estados europeos, entre los que figuran Hungría, Polonia y ahora Turquía, impugnan algunas de las conclusiones de la Comisión de Venecia del Consejo de Europa. Además, varios Estados africanos siguen exigiendo que se reforme el Estatuto de Roma, so pena de retirarse del mismo en caso contrario.

Estas fuerzas centrífugas que operan sobre el sistema multilateral son individuales y complejas, pero en conjunto parecen brotar de la amnesia. Al parecer, simplemente hemos olvidado, en primer lugar, por qué este sistema llegó a existir. Hemos olvidado dónde está el aula, la clase donde se imparte la asignatura Historia del Mundo; hemos olvidado incluso sus lecciones más elementales.

Las principales instituciones europeas e internacionales, establecidas en la segunda mitad del siglo pasado, no fueron obra de visionarios que trabajaron movidos únicamente por ideales. Esas entidades se constituyeron porque más de 100 millones de seres humanos habían muerto espantosamente en dos catástrofes mundiales. Las instituciones financieras internacionales; las Naciones Unidas; la Unión Europea –en el continente donde comenzaron ambas guerras-; la Corte Penal Internacional –todos estos organismos surgieron de una inmensa violencia a escala mundial.

En la desesperada búsqueda de su propia supervivencia en la que la humanidad se enfrascó tras esos conflictos, esas instituciones se erigieron como el principal baluarte contra el resurgimiento de la estupidez y la arrogancia humanas –una combinación que ya había resultado mortífera para muchas personas-. Otro tanto cabe afirmar de la estructura internacional de derechos humanos, apuntalada por dos Pactos y ocho tratados centrales, entre ellos la Convención contra la Tortura. Estas instituciones se socavan hoy a cuenta y riesgo –a cuenta y riesgo de todos-. Por desgracia, eso es lo que significan esas amenazas. 

Me sorprendió escuchar al presidente Trump cuando manifestó públicamente su apoyo a la tortura. Es profundamente inquietante la perspectiva de que la tortura, o alguna versión edulcorada de ella, puedan resurgir en este país, quizá en respuesta a un futuro acto terrorista. 

La tortura, el acto de infligir un dolor insoportable a un preso indefenso, es una práctica repugnante. Además, es inútil. Ya en 1798, Napoleón Bonaparte escribió: “La costumbre bárbara de golpear a los sospechosos de guardar secretos importantes debe ser abolida. Desde antaño se sabe que ese método de interrogación, mediante la tortura, no vale la pena. Los pobres desgraciados dicen cualquier cosa que se les pase por la cabeza y que el interrogador quiera oír”.

La Convención contra la tortura, ratificada por 159 países, es tal vez el instrumento más amplio y poderoso del derecho internacional. La prohibición de la tortura que la Convención establece no se puede suspender jamás, ni siquiera en situaciones de emergencia que “amenacen la existencia de la nación”. Pero en la estela del 11 de septiembre, este país empleó la tortura, cualquiera que fuera el eufemismo usado para maquillarla, y envió a algunos detenidos a países que aplican torturas, como parte de su campaña internacional contra el terrorismo. Estas medidas no sólo contravinieron los principios establecidos sino que, confirmando el criterio de Napoleón, no revelaron ninguna información secreta. Como el mismo presidente George W. Bush escribiera posteriormente, la prisión de Guantánamo se convirtió en un “instrumento de propaganda” para los enemigos de Estados Unidos. De hecho, el uniforme de color naranja ha llegado a ser un elemento fundamental de los espantosos vídeos que publican los grupos extremistas violentos como el EIIL o Da’esh.

¿De dónde proviene entonces esta tenaz adhesión a la tortura? Muchos creen que procede de los sentimientos de cólera y temor. Un temor real, porque los actos que los terroristas perpetran son monstruosos y deben ser condenados sin cesar. Pero también hay una cínica manipulación del miedo. Los populistas usan la palabra para componer imágenes de hordas de extranjeros rapaces que roban empleos, comenten delitos y siembran el terror; relatos con villanos inequívocos y soluciones sencillas. Estas imágenes son mixtificaciones peligrosas. Si los mitos y las teorías conspirativas llegasen a ser más poderosos que los hechos y el consenso, nuestras sociedades correrían el peligro de caer en la pócima envenenada de la propaganda, con una indiferencia hecha de equidistancia moral y orientaciones erróneas, un caldo de odio exento de culpabilidad, en el que la ignorancia se disfraza de pensamiento alternativo y de sagacidad.  

En fecha reciente, el disidente ruso Gary Kasparov publicó en Twitter este mensaje: “El objetivo de la propaganda moderna no consiste únicamente en desinformar o impulsar un programa. Se trata de agotar la capacidad crítica de la persona, de aniquilar la verdad”.

Agotar la capacidad crítica de la persona, aniquilar la verdad. ¿No se trata, pues, de un ataque directo contra todos los centros de aprendizaje? Porque, en última instancia, ¿qué es una universidad, sino un lugar consagrado al pensamiento más profundo? Las universidades representan una suma de conocimientos, acopiados mediante la investigación empírica y el pensamiento lógico, y animados por la creencia de que el conocimiento es fundamental para el individuo e indispensable para el progreso de la sociedad. El pensamiento crítico es lo que ustedes practican; la verdad es lo que ustedes procuran. Creo que hay plena congruencia entre  esta labor y los principios de derechos humanos.

El derecho a la educación, a la libertad de expresión, información y opinión: estos puntos de convergencia son evidentes.

También resulta obvio que nosotros, los partidarios de los derechos humanos, creemos que la expresión de los derechos individuales es una contribución decisiva al progreso social. Pero, en sentido más amplio, también compartimos una adhesión inquebrantable a la verdad y la transparencia. Entre la amplísima gama de actividades que mi Oficina ha llevado a cabo en los últimos 15 años destaca nuestro liderazgo o apoyo a más de 40 comisiones de investigación y determinación de los hechos. Quizá la más notoria de estas iniciativas sea la Comisión de Investigación sobre Siria; en la actualidad colaboramos para crear y apoyar un mecanismo internacional, imparcial e independiente que examine los delitos contra el derecho internacional perpetrados en Siria. Habida cuenta del último y bárbaro ataque con armas químicas ocurrido allí, esta labor adquiere una importancia aún mayor. Tratamos de determinar los hechos relativos a las violaciones de derechos humanos, lo que significa que a menudo trabajamos en un contexto de confusión y negación por parte de las autoridades. Y realizamos esta tarea porque sólo la claridad en torno a lo acontecido, el respeto a las víctimas y su resarcimiento, y el justo castigo de los autores de esos delitos pueden propiciar una reconciliación duradera y prevenir la reanudación de nuevos ciclos de conflicto.

Estoy convencido de que vuestro compromiso con los valores fundamentales de igualdad y verdad sustenta vuestro mandato en la comunidad en general, como ocurre con nuestra labor. Sé que aquí en Vanderbilt se imparten cursos de derecho y de historia de los derechos humanos, pero al igual que en otras universidades, me gustaría saber en qué medida esa enseñanza tiene  sentido práctico, hasta qué punto se orienta al mundo exterior.

El incomparable Nelson Mandela afirmó que la educación es “el arma más poderosa que se puede usar para cambiar el mundo”. En septiembre pasado, pronuncié un discurso en la Universidad de Utrecht, en el marco de una conferencia celebrada para conmemorar la firma de los dos grandes Pactos, pilares de buena parte del derecho internacional de los derechos humanos. Y pregunté a la audiencia, ¿además de los artículos académicos que ustedes publican, están presentes en los medios de comunicación, en todas sus formas, y defienden en ellos los derechos humanos? ¿Se enfrentan a los troles, denuncian las injusticias, combaten los estereotipos, cabildean en pro de determinadas políticas, impugnan los mitos y las mentiras? La respuesta fue: no, no lo hacían.

Yo acepto también que todos nosotros debemos escuchar más, ser menos moralistas y admitir nuestros errores. Pero, a fin de cuentas, esos derechos son demasiado importantes para nosotros como para ceder o plegarnos con facilidad. En realidad, debemos promoverlos con toda energía, tanto mi institución como la vuestra. Sencillamente, no podemos dejar que otras personas arrojen esos derechos en una hoguera caótica junto con la experiencia histórica, los baremos jurídicos, los principios éticos, las instituciones y la decencia. Y en épocas tan críticas como ésta, la defensa de los derechos humanos no puede dejarse únicamente en manos de los gobiernos. Las universidades deben colaborar. Sin duda habrá una época y un lugar para el trabajo exclusivamente teórico en materia de derechos humanos, pero ésta no es esa época ni éste, ese lugar.

Me consta que recientemente la Universidad de Vanderbilt ha asumido el liderazgo en la presentación ante las autoridades de informes voluntarios (amicus briefs) en favor de estudiantes extranjeros. El Rector Zeppos ha defendido enérgicamente el derecho a la educación y ha hecho hincapié en que su propio abuelo llegó a este país siendo analfabeto y que él mismo debe su carrera al sistema, que ofrece oportunidades a los menos privilegiados. Ahora sería menester que esta universidad coordinara un movimiento nacional en pro de los derechos humanos. Desde la posición clave que ustedes ocupan en el corazón de los Estados Unidos, es preciso que aprovechen los ámbitos de debate, transformen la realidad y modifiquen las opiniones.

Los derechos humanos no son, como algunos sostienen, la preocupación superflua de una minoría leguleya y privilegiada. Nuestra labor no debería ser caricaturizada de ese modo. Defender los derechos humanos significa velar por que los pobres y los oprimidos dispongan de acceso equitativo a la justicia y los recursos, a escuelas decentes, atención sanitaria y empleo. Significa abrir la trampa de acero de la discriminación, que hiere y deja cicatrices. Significa hacer que los gobiernos rindan cuentas a sus pueblos.

El derecho y los principios que lo sustentan constituyen el más preciado patrimonio que nos dejaron las generaciones precedentes y son el legado más valioso que transmitiremos a nuestros hijos –o al menos, espero que así sea. El ideario de los derechos humanos nació en medio de la tiranía, la guerra y el derramamiento de sangre, en una lucha que fue desesperada, difícil y llena de reveses. ¿Será nuestra generación la que provoque la vuelta a la injusticia, el odio, la guerra, el imperialismo y el ejercicio del poder descarnado, explotador y opresivo? ¿Serán ustedes?

Hace algunas semanas se informó de que este invierno se había acelerado el avance de una grieta que se abre paso a través de una de las cuatro grandes placas de hielo de la Antártida. Algunas secciones de la grieta que atraviesa la placa Larsen C tienen ahora dos millas de ancho y más de 100 millas de largo, y la fuerza colosal que está quebrando este inmenso bloque de hielo va cobrando impulso. Muy pronto la placa Larsen C se romperá completamente –porque el hielo, en realidad, no es tan sólido como parece, al igual que quizá tampoco nada sea tan sólido y tan seguro como quisiéramos que fuese. Y una vez que la placa Larsen C se haya quebrado y desgajado del resto, los glaciares que se encuentran detrás quedarán expuestos y serán vulnerables a colapsos aún mayores y más catastróficos.

Las instituciones mundiales que nos protegen del caos se están rompiendo, se están resquebrajando más profundamente cada día. Si llegaran a desintegrarse completamente, el precio que la humanidad tendría que pagar sería tan enorme, que podría impedir toda recuperación. No habrá paz, ni desarrollo, ni seguridad, ni futuro para ninguno de nosotros, si dejamos que se hagan añicos los derechos humanos de los pueblos, de todos los pueblos. 

Por lo tanto, no podemos esperar. Debemos ponernos en marcha y actuar. Debemos recuperar el ánimo y cerrar filas. Y no nos detendremos. Varios países africanos vieron que había una tendencia a abandonar la CPI y rechazaron o invirtieron esa corriente. Decenas de miles de personas se manifestaron en favor de los principios el 21 de enero. Desfilaron en pro de los derechos humanos de la mujer en el mundo entero y en favor de la igualdad para todos nosotros. Porque los derechos humanos –que son nuestra causa y también la vuestra- han de defenderse mediante la lucha. Así que, por favor, únanse a nosotros. Defiendan los derechos humanos.