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Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos

Evento paralelo sobre la protección de los derechos humanos en el marco de los movimientos masivos de migrantes y refugiados 20 de septiembre, de 10:00 a 13:00, Sala 12

Migrantes y refugiados

20 septiembre 2016

Palabras de bienvenida de la
Alta Comisionada Adjunta para los Derechos Humanos

Excelencias, colegas y amigos:

En nombre del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, me complace darles la bienvenida a este evento paralelo, auspiciado por la Plataforma de Cooperación Internacional sobre Migrantes Indocumentados y el Centro para la Confianza, la Paz y las Relaciones Sociales.

En particular, agradezco a las delegaciones de El Salvador y Argentina su generoso copatrocinio de este diálogo, así como a las delegaciones de México e Irlanda, y a todos los distinguidos ponentes, por acompañarnos en esta ocasión.

Como ustedes saben, esta semana la comunidad internacional se ha reunido para examinar los movimientos migratorios masivos, peligrosos e irregulares que ocurren actualmente. Los derechos humanos son parte integral de ese análisis. No se trata de un debate sobre si deben o no aplicarse los derechos humanos, sino un examen de cómo deben cumplirse. Las palabras inspiradoras que se escucharon ayer en las reuniones de la Asamblea General deberían traducirse hoy en medidas concretas.

El fanatismo no debe paralizarnos. A lo largo de la historia, desde tiempos inmemoriales, las personas han emigrado. Ha sido gracias a esos movimientos de población –dentro de los países y hacia el exterior- que hemos descubierto, creado, aprendido, comerciado y concebido eso que hoy llamamos mundialización –mundialización de la economía, la información, los datos y, aunque este punto es ahora objeto de tensa polémica, también de la gente, sobre todo, de la gente.

La crisis que generan los conflictos no debe convertirse en una crisis de la compasión. Para muchos de nosotros, la migración empodera; para muchos otros, sin embargo, es lo contrario. La gran mayoría de las personas que hoy se ven atrapadas en movimientos masivos e inseguros no se desplazan “voluntariamente”: la persecución, la violencia y el conflicto; la pobreza aguda, la discriminación que deteriora el alma; la falta de acceso a la educación, a la atención sanitaria básica o a un empleo decoroso; la atroz desigualdad de género; la grave repercusión del cambio climático y el deterioro del medio ambiente; la angustia de la separación familiar. Cuando cientos de miles de personas arriesgan sus vidas y las de sus hijos, se puede deducir con certeza que no creen que exista otra opción. No creen que tengan más opción que la de huir de sus hogares y, en el trayecto, escapar nuevamente de situaciones peligrosas. Porque para las personas pobres y marginadas o perseguidas, para todas las que no tienen otra opción real que lanzarse en estos desplazamientos azarosos, la migración es siempre arriesgada y, a veces, también es peligrosa y discriminatoria. 

La verdad debe prevalecer sobre el engaño. Lo que está claro es que los desplazamientos –por desesperados que sean- no pueden anular los derechos. Las personas que están en movimiento, lo mismo que las sedentarias, tienen derechos humanos. Los refugiados que huyen de la persecución y la guerra, así como otros migrantes, tienen derecho a recibir protección. Y los titulares de deberes tienen la obligación de proporcionársela.

Hay un marco de trabajo que facilita la defensa de esos derechos –un marco concreto y operativo- y que incluye también a los migrantes.

En el día de hoy, nosotros  –junto con las demás organizaciones que integran el Grupo Mundial sobre Migración, cuya copresidencia ostenta ONU-Mujeres, a quien me place dar la bienvenida a este panel- les presentamos un documento preliminar con 20 principios y directrices que explican detalladamente cómo proteger los derechos de los migrantes en situación de vulnerabilidad, en el marco de estos movimientos masivos de población. [Las copias del documento están disponibles al fondo de la sala]. 

Amigos, para los derechos humanos no hay “zonas vedadas”. No existe un bloque de ámbar en el que los derechos queden fosilizados y fuera del alcance de las personas que se desplazan. No hay un campo acotado al margen de los derechos, en el que los desventurados o los desesperados puedan irrumpir inadvertidamente. Los derechos no se aplican exclusivamente a algunos de los que se desplazan; se aplican a todos los que están en movimiento.

Los derechos no son dádivas que podamos otorgar según nuestras preferencias –los derechos no pueden suprimirse, suspenderse o negarse. Son dignidades innatas, prerrogativas congénitas. Son inalienables. No existen por separado del derechohabiente, en este caso, de cada uno de nosotros. ¡De hecho, constituyen la mejor definición –una definición consensuada y probada a escala internacional- de lo que significa existir como ser humano!

El alcance de esos derechos no sólo ampara a las personas que huyen, sino que también genera –gracias a la jurisprudencia acumulada durante años por los Estados Miembros- obligaciones específicas y operativas para los responsables de defenderlos. 

De manera que, tanto para los migrantes como para los refugiados, existe un marco jurídico detallado que estipula que tienen derecho a que los acojan mediante un examen de su circunstancia personal y que esa acogida debe estar exenta de discriminación, violencia y detención arbitraria. Esa normativa estipula también que nadie debe ser rechazado nunca y obligado a enfrentarse con la tortura u otras violaciones graves de derechos humanos. El principio de no rechazo –“non refoulement”- es una norma de larga data y probado valor en el derecho internacional de los derechos humanos y se aplica sin discriminación a todos nosotros, incluso a todos los migrantes.  Toda persona tiene derecho a la libertad, lo que significa, en particular, que la detención nunca opera en el interés superior del niño que se desplaza. Que las personas con discapacidad deberían recibir un alojamiento razonable. Que las mujeres embarazadas deberían tener acceso a servicios de salud reproductiva y materna de calidad y a cuidados prenatales y puerperales. Que debe garantizarse el rescate y la asistencia inmediata a todos los migrantes en situaciones de peligro. Que todas las respuestas a los movimientos masivos de migrantes deben estar bajo una supervisión eficaz, a fin de velar por que no haya repercusiones negativas en materia de derechos humanos y que todos los migrantes han de tener acceso a la asistencia letrada, los tribunales y los recursos jurídicos.

Queridos amigos:

Los debates de ayer en el salón de la Asamblea General se destacaron por los llamamientos altruistas a la acción. En la Declaración de Nueva York sobre Refugiados y Migrantes figuran los componentes esenciales para establecer las líneas maestras de una política rectora de asilo y migración de amplio espectro, basada en los derechos humanos: una política que sea diáfana y responsable, centrada en los migrantes, participativa e incluyente, con arraigo en la ley y basada en los derechos humanos. 

El reto más importante y el deber más sombrío son los que tenemos que afrontar ahora: poner en práctica estos nobles ideales y lograr que los principios universales de no discriminación, igualdad, justicia y dignidad sean una realidad para esas personas que, incluso hoy, están ilegítimamente despojadas del sustento. Pero, para que esto pueda suceder, necesitamos y merecemos un liderazgo resuelto e imbuido de principios.

Cuando a Herman Goering lo interrogaron antes de que compareciera en el juicio de Nüremberg, el ex jerarca nazi explicó que, cualquiera que sea la ideología política, es fácil arrastrar a la población hacia el sendero del odio. ¿Su receta envenenada? Goering dijo –y parafraseo sus palabras-: “todo lo que hay que hacer es señalar el dolor que el pueblo siente, explicarle que lo siente porque está amenazado, identificar cuál es el origen de la amenaza y denunciarlo”.  

El descenso precipitado al abismo, al apartarnos del sendero de los principios, es una bajada envenenada hacia la intolerancia, la xenofobia y el odio, un descenso que debemos parar en seco. Una política que rija el asilo y la migración a largo plazo, y que sea racional, eficaz y basada en principios, puede ayudar a frenar ese descenso, cuyas lúgubres consecuencias tienen un alcance mucho mayor que las reacciones cáusticas y viscerales a los problemas inmediatos o la ansiedad electoral de corto plazo.  

¿Serán las personas más vulnerables de nuestra sociedad el blanco del discurso que fomenta el odio y la acción violenta?

¿Denigrar al extranjero, al forastero, al ‘otro’? ¿Menospreciar al ‘migrante económico’, al ‘inmigrante ilegal’, al ‘falso peticionario de asilo’?

¿Debemos permitir que esa política de corto plazo –un intento egocéntrico ganar poder- distorsione hasta tal punto el debate público sobre la tragedia y el sufrimiento? ¿Sobre las consecuencias para nuestro mundo interconectado? ¿Sobre las realidades de nuestra aldea mundial interdependiente?

Amigos míos:

Una vez más, nos hallamos en una encrucijada histórica y hemos llegado a ella porque hay principios fundamentales en juego: Yo no tengo que caerles bien para que ustedes respeten mis derechos. Yo no tengo que estar de acuerdo con ustedes para defender los suyos. Ustedes no tienen que parecerse a mí para que yo proteja sus derechos. Los derechos no constituyen un sistema de avales o gratitudes; no son un premio ni la nota de un examen, ni un concurso de belleza. Los derechos son para el mejor de nosotros y para el peor. Para cada uno de nosotros, sin exceptuar a nadie, en el interés de todos nosotros.

Como señaló el incomparable Nelson Mandela: “Negar a la gente sus derechos humanos es desafiar su propia humanidad”. Nosotros actuamos –construimos, dirigimos, decidimos y gobernamos- para la humanidad, no para la inhumanidad. ¡Incluso para la humanidad que está en movimiento!

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