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Declaraciones Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos

“Las comadronas marcan la diferencia en la defensa de los derechos de las mujeres y las niñas”

Comadronas, defensoras de la dignidad

21 junio 2017

Discurso de Kate Gilmore, Alta Comisionada Adjunta para los Derechos Humanos
31º Congreso Trienal de la Confederación Internacional de Comadronas
La importancia de las comadronas como generadoras de empoderamiento femenino en los ámbitos de la salud y los derechos humanos

21 de junio de 2017

Gracias.

Excelencias, agitadoras, subversivas, científicas, inspiradoras, catalizadoras, visionarias… gracias.

Gracias, dignificadoras, y dignificadores de las mujeres y guardianas nuestras en nuestros momentos de mayor vulnerabilidad y fragilidad.

Gracias, por ser guías espirituales en el momento en que emerge la vida, en todas sus formas, tamaños, colores y contornos, trayendo consigo una alegría inimaginable aunque también, a veces, una profunda tristeza, comienzos fértiles y finales devastadores.

Gracias a todos ustedes que sostienen los valores más altos para la más íntima compasión; que aportan solidaridad cuando los artículos esenciales se agotan; cuando los servicios se averían o simplemente no existen; cuando los sistemas sanitarios se derrumban y traicionan a sus usuarios.

Gracias – a quienes vienen de Siria o Vanuatu, de Yemen o de Colombia, de Eritrea o de Ucrania, ustedes que -conscientes de que el acto de nacer no espera por nadie – son las primeras en responder en situaciones de emergencia cuando los conflictos, las epidemias, la inestabilidad climática o las catástrofes traen consigo terribles traumas para las comunidades humanas, sean grandes o pequeñas.

Gracias por su actuación que desafía a la muerte: cuando cae una bomba sobre un hospital, cuando las balas acribillan los muros de una clínica, cuando los quirófanos se desploman a consecuencia de un ataque deliberado, cuando las salas de parto se ven arrasadas por inundaciones o por actos terroristas, cuando se ven obligadas a acudir a primera línea de fuego, arriesgando así su propia integridad física. Gracias a todas y a todos los que han dado su vida intentando proteger la de los demás.

Gracias también por vuestra capacidad de resiliencia, aunque vuestras historias raras veces llegan a conocerse con todo detalle, aunque vuestro valor no siempre es apreciado en su justa medida.

“Gracias por todas las veces que habéis llorado con ellas cuando os han contado que han sido violadas; por las veces que habéis entendido su dolor cuando en lugar de colocar en su regazo un bebé sano que llora les habéis entregado un cuerpecito inerte y silencioso; gracias por entender por qué os habían preguntado si su aborto era una especie de castigo divino por algún pecado, imaginario o real.

Gracias por las veces que habéis escuchado su desesperación cuando se les rompía la voz al confesar que no podían hacerse cargo del niño o la niña que llevaban en el vientre; gracias por saber ver más allá del sentimiento de culpa cuando os preguntaban si querer tener una relación sexual la convertía en una prostituta, como les había advertido su madre; gracias por descifrar la expresión de sus rostros cuando se enteran de que los resultados de una mamografía, un frotis vaginal, una ecografía o una operación no han sido los esperados.1”

En todos estos procesos, vosotras y vosotros nos acompañáis -a lo largo de un ciclo vital lleno de decisiones sobre la concepción, el embarazo y el parto-, los procesos que nos permiten llegar a ser lo que somos: seres humanos. Al propiciar una planificación familiar eficaz, contribuir a la prevención del paludismo durante el embarazo, a evitar la transmisión materna del VIH y a erradicar la fístula obstétrica, ustedes son los primeros agentes de una atención sanitaria que tiene en cuenta las diferencias culturales, que ayuda a prevenir las muertes causadas por abortos realizados en condiciones inseguras, que contribuye a responder a la violencia y apoyar a las jóvenes embarazadas que quizá, a fin de cuentas, puedan recibir protección.

Por todo esto mostramos nuestro agradecimiento, tanto a quienes ejercen en el presente como a quienes les precedieron -porque su contribución solidaria, compasiva y empática se remonta a siglos atrás y nunca se ha interrumpido, ni caído en el desánimo a pesar de ser más antigua que la más antigua de las profesiones… Por supuesto, que nadie sabe qué vino primero, si el huevo o la gallina, pero lo que sí es seguro es que siempre hubo una gallina.

Gracias por ser la “sage femme”, la mujer sabia, la que sabe de asuntos femeninos; por ser “myd wyf” -en otras palabras, la que está con las mujeres.

Hoy estamos aquí porque un día ustedes estuvieron ahí.

En esta función única y constante que desempeñan en la concepción, el embarazo, el parto, el nacimiento, la primera infancia, los primeros meses de maternidad y las etapas posteriores, ustedes acompañan, además de curar, son testigos, no meros observadores, defienden la dignidad, no sólo representan a la ciencia.

Esta labor de acompañamiento les coloca junto a los precursores del humanismo, junto a los primeros y, sin embargo, a menudo invisibles, defensores de nuestros derechos más fundamentales como seres humanos.

Labor de acompañamiento, y contra el abandono, en nuestros momentos más vulnerables; trabajo de información frente a la incomprensión, brindando tranquilidad contra los temores, desplegando vuestros conocimientos, destreza y profesionalidad para orientar y ayudar a las mujeres a que ejerzan su derecho a recibir apoyo en lugar de tener que enfrentarse a todo tipo de trabas en lo que debería ser un ejercicio libre y sin obstáculos de su derecho a la dignidad sexual y reproductiva -sin importar quiénes sean o dónde residan.

A lo largo de la historia ha quedado patente el alto precio que se paga cuando se abandona a quienes precisan ser acompañados. Los peores horrores de la Segunda Guerra Mundial se produjeron a consecuencia de esa desidia irresponsable, tan incompatible con el oficio de comadrona… Como ya describiera Martin Niemöller:

«Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas,

guardé silencio,

porque yo no era comunista.

Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,

guardé silencio,

porque yo no era socialdemócrata.

Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,

no protesté,

porque yo no era sindicalista.

Cuando vinieron a por los judíos,

no pronuncié palabra,

porque yo no era judío.

Cuando finalmente vinieron a por mí,

no había nadie más que pudiera protestar.»

Queridos amigos y amigas, resulta alarmante que, a lo largo de los siglos, en todas las culturas y tradiciones y al contrario del horror de la Segunda Guerra Mundial, siempre se encuentre a las acompañantes -mid wyf, las cualificadas para estar “con las mujeres”- a las comadronas al frente de la defensa de los derechos humanos de las mujeres, como son los derechos más íntimos a la dignidad y al bienestar en la salud reproductiva y sexual.

Y en las primeras líneas de defensa encontramos también a los defensores y defensoras de los derechos del recién nacido. El derecho a nacer en igualdad en dignidad y derechos. Después de todo, ¿acaso un bebé recién nacido es menos humano? ¿O es inferior por el color de su piel? La maravilla del primer llanto sobrecoge siempre por igual, independientemente de que el bebé tenga cromosoma XY o XX o presente una trisomía en el par 21.

Al nacer, no llevamos en nuestro ADN la capacidad de despreciar u odiar. Nadie nace con el instinto de sentirse superior por ser de raza blanca, de sexo masculino o más fuerte. Que mis miembros sean fuertes y mi espalda sólida no significa que deba sentirme superior.

Desde luego, nacemos en entornos tóxicos, en comunidades y sociedades donde la estrechez de miras que suponen el racismo, el sexismo, la homofobia o la xenofobia son totalmente fabricadas. Pero nadie, absolutamente nadie, nace con esas ideas tóxicas ya configuradas. Como dijo el incomparable Nelson Mandela "Nadie nace odiando al otro por el color de su piel, su procedencia o religión. Las personas aprenden a odiar y, si pueden aprender a odiar, también pueden aprender a amar".

Ustedes que están presentes cuando asoma la vida, y que saben que el odio no es algo palpable ni justificado en los comienzos, podrán tal vez responder a esta pregunta ¿en qué momento de nuestra vida -y por qué mecanismo distópico- llega el odio a convertirse en algo justificable y aceptable?

Tampoco nos engañemos: el oficio de comadrona también ha caído en las trampas y argucias del fanatismo. Los altibajos de la historia de la partería están indisociablemente unidos a su nociva influencia. Después de todo el oficio de comadrona -acompañantes- es una práctica con profundas connotaciones políticas, pues en su ejercicio se transmiten las dinámicas de poder y resistencia a los sistemas de pensamiento que favorecen que algunas personas sean víctima del abandono. El término latino para la partería es “obstetrix” del verbo “obstare”, que significa “estar a la espera”. Sin embargo, en el siglo XIX, las escuelas de medicina -a las que las mujeres no tenían acceso- se apropiaron de la palabra “obstetrix” y, posteriormente con el acceso de los hombres a la profesión que hasta entonces habían ejercido las comadronas, este ámbito de conocimientos adoptó el término neutro de “obstetricia” -apropiándose así de la posición, el poder y la tradición que, hasta entonces, habían sido de dominio femenino.

Y, a pesar de todo, las “grandes comadronas” de las zonas rurales del Sur de Estados Unidos, sin importar su condición de esclavas y luego, durante la difícil transición hacia la libertad, supieron plantar cara a la represión y luchar por su libertad, incluso cuando los médicos intentaron relegar el papel de las comadronas y reducir sus efectivos con la publicación en las revistas médicas de la época de todo tipo de historias que desprestigiaban los cuidados de las parteras.

En Sudáfrica, las comadronas también fueron víctimas del infame sistema de pasaportes internos concebido para segregar a la población del país, que les impedía atender a las mujeres y que favorecía los abusos contra ellas, la violencia e incluso la prisión.  Sin embargo, supieron erigirse como lideresas en la lucha contra el apartheid y desempeñaron un papel crucial en la resistencia política contra su ignominia.

En la Edad Media, el mismo temor a la influencia ejercida a través de su labor de acompañamiento a las mujeres llevó a muchas comadronas a ser torturadas y quemadas, acusadas de herejía y brujería.

Antes de la historia moderna, en la antigua Grecia, la joven aristócrata Adnodice creció cada día más indignada por las altas cifras de mortalidad perinatal pero, por su condición de mujer, se le prohibió estudiar medicina, cosa que -a pesar de todo- logró hacer, aunque le costó un terrible sufrimiento. ¿Y qué recurso le quedaba a una muchacha en esa época?

Nuestra heroína transgénero se cortó el pelo, se vistió de hombre y logró asistir a clases y formarse. Con el tiempo obtuvo tal reputación por su talento, que sus colegas masculinos la arrastraron ante un tribunal bajo acusaciones de que se servía de la seducción para atraer a sus pacientes. Al desnudarla ante los jueces se reveló que, en realidad, era una mujer.

Aunque finalmente se la exoneró del cargo de seducción, fue inmediatamente condenada a muerte por su simulacro. Cuando sus pacientes se enteraron de lo que ocurría, un nutrido grupo de mujeres atenienses, entre ellas unas cuantas mujeres de alta cuna que habían deseado su muerte, se congregaron ante el tribunal y exigieron su libertad. Ante la presión de sus esposas, los hombres cambiaron la ley y desde entonces, gracias a Agnodice, las mujeres libres de la antigua Grecia pudieron estudiar y practicar la medicina de manera legal, siempre que sus pacientes fueran exclusivamente mujeres2.

Si cuento estas historias de valentía y firmeza es para que entendamos que la vuestra es una tradición valiente e inquebrantable, cuyo legado es tan necesario hoy como lo fue en el pasado.

Y es que nuestro mundo actual necesita los valores humanos que ustedes encarnan -porque ustedes acompañan a quienes otros abandonan-; el mundo precisa de su lucha y activismo, de su capacidad de desafío y subversión, para que nadie se aleje del sufrimiento de los demás ni les vuelva la espalda.

Observemos un instante los conflictos aparentemente sin solución que destruyen hoy vidas, familias y hogares, que arruinan comunidades humanas enteras y sus sistemas de justicia, sanidad, educación y cultura, junto con su memoria y su futuro. Millones de personas, obligadas a desplazarse, se ven arrancadas de sus hogares, su modo de vida y sus comunidades por la fuerza y el miedo. Cientos de miles viven desperdigados fuera de sus países de origen, atraviesan incluso desiertos y océanos -asumiendo grandes riesgos-, para huir de la violencia, la persecución y la pobreza que aumentan sin cesar. Nunca en la historia tantas personas habían sido obligadas a desplazarse dentro de los países o cruzar fronteras. Y esas personas necesitan que les acompañemos.

Los modos de vida tradicionales agonizan o se extinguen porque, por primera vez en la historia, más personas viven en medios urbanos que en zonas rurales y eso implica que millones de niños y mujeres viven en infraviviendas, carentes de las más básicas comodidades. Y esas personas necesitan que les acompañemos.

En un momento en el que los datos, la palabra y la información circulan a la velocidad de la luz por todo el planeta intercontectado, la generación de adolescentes más numerosa que jamás haya existido vive concentrada en los lugares con mayor índice de pobreza, con menos oportunidades de prosperidad. Acompañémoslos.

Es cierto que en la última década hemos logrado sortear la crisis del VIH/SIDA y que se ha logrado reducir a la mitad la mortalidad perinatal e infantil. Pero, al mismo tiempo, se han acrecentado las desigualdades hasta niveles inéditos. Acompañemos a quienes soportan las más pesadas cargas de la desigualdad: las mujeres aborígenes y dalit, las familias monoparentales, las personas transgénero, las personas con albinismo, las personas con discapacidad.

El auge del terrorismo ha propiciado una ola de odio hacia “el otro” -la xenofobia que algunos oportunistas políticos -mercaderes del miedo, del fanatismo y de los prejuicios- no dudan en explotar. Las víctimas de este tsunami siempre son los rechazados, los injuriados, los excluidos y los marginados -acompañémoslos.

Todas estas barreras no deben impedir que cumplamos con nuestras obligaciones para con los demás. Los muros que separan a una misma familia humana en un pequeño planeta mundializado y amenazado y que alberga a la mayor generación de adolescentes de la historia no son sino meros espejismos.

En este mundo interconectado y amenazado por el cambio climático, ningún país y ninguna persona puede, legítimamente, abandonar a sus semejantes, mantenerse al margen, esconder la cabeza, hacer como que no ve o ausentarse de la mesa donde se elaboran soluciones basadas en los derechos.

Los muros, las fronteras protegidas, los privilegios identitarios, los sistemas de seguridad, los drones anónimos y escurridizos, las enemistades juradas y las amistades cada vez más escasas no podrán justificar nunca la distancia que hace que no me importen los derechos del otro, que mis derechos no le importen al otro, que los derechos de los demás nos resulten indiferentes.

En la aldea planetaria no existen otras distancias que las inventadas por unas ideologías siniestras y fantasiosas, populistas y destructivas, que se alimentan de una mezcla de falsedad y desesperación, de angustia y desilusión. Es la patraña de la criminalización “del otro” sostenida por los cambios demográficos y la creciente desigualdad.

Por eso, es necesario acompañar a los que se pueden encontrar excluidos, apartados, marginados: los migrantes, los refugiados, los pobres, aquéllos a quienes estos muros quieren dejar fuera, privados de derechos y a la intemperie.

Cuando ejerzan la partería en este mundo castigado y turbulento, no olviden que todos los países miembros de las Naciones Unidas se comprometieron libremente y sin coacciones a respetar los derechos humanos y los principios de justicia que encarna la Carta de las Naciones Unidas, desarrollados en la Declaración Universal de Derechos Humanos y detallados en el entramado de tratados, pactos, convenios y declaraciones internacionales posteriores.

Los derechos humanos no se refieren a leyes, tribunales y jueces, sino que son la definición compartida del concepto de persona y de la naturaleza del ser humano.

La ciencia que estudia la anatomía humana también es una codificación, una tipología, que sirve para ordenar y sistematizar el aspecto físico del ser humano. La anatomía del doctor Henry Gray es el principal compendio de ésta.

De manera similar a como la obra de Gray describe la estructura ósea y muscular del cuerpo humano, la Declaración Universal de Derechos Humanos detalla los rasgos y principios de la calidad humana que, si faltan o están debilitados, también nos permiten reconocer que se nos está “des-humanizando”.

Esta recopilación textual y la definición que contiene sobre los fundamentos y las condiciones inherentes a la dignidad humana, son un logro que costó alcanzar, que se redactó al final de una época oscura y que alcanzó a reflejar los elementos comunes de muy diversas tradiciones, culturas y filosofías. Los derechos humanos son principios respetuosos que no limitan la expresión de nuestra diversidad, sino que la garantizan, no restringen el acceso a la cultura, creencias u opiniones, sino que lo propician y, lo que es más, establecen el modo en el que podemos ejercer ese derecho, sin que vaya en detrimento de los derechos de los demás.

Lo opuesto a la defensa de los derechos humanos son el egoísmo, el fanatismo y la opresión, peldaños venenosos que marcan el descenso hacia la privación, el sufrimiento, el conflicto y, en última instancia, la atrocidad. El desprecio al prójimo, el odio al extranjero, la desconfianza hacia los que tienen un aspecto diferente o una opción afectiva distinta… agudizados por los obstáculos a la libertad de prensa, la vigilancia del ciberespacio, la limitación a la movilización ciudadana, el cierre de fronteras a las personas que huyen de la persecución, las mordazas impuestas a los activistas y la privación de los mínimos servicios básicos de supervivencia, como los que permiten acceder a la salud sexual y reproductiva. Hemos de saber resistir todos estos golpes, asestados con cada vez mayor violencia, contra nuestra dignidad, intimidad y libertad.

La humanidad ya ha recorrido antes este camino y por eso todos sabemos que termina en un callejón sin salida, con la muerte al final. Pequeñas gotas cotidianas de desprecio que propician la intimidación, para luego transformarse en la brutal discriminación del prójimo, hasta convertirse en negros nubarrones de persecución y crueldad que acaban en catástrofe.

Puede que, para algunos, estos actos sean el resultado de las actuaciones de determinados partidos políticos, y es cierto que algunos partidos y políticos recurren a medidas muy perniciosas en su lucha por el poder. Pero en realidad, el problema trasciende el enfrentamiento entre facciones políticas.

A veces parece que la diferencia estriba en el enfoque que adopta un dirigente político con respecto a otro. Desde luego existen líderes, en todos los ámbitos, que se fortalecen mediante el saqueo y la acumulación de poder. Pero en realidad, el problema trasciende la comparación entre dirigentes.

Otros dirán que el problema reside en los sistemas económicos -en los caprichos del capitalismo -o del comunismo-, en su codicia, en su indiferencia. Pero tampoco se trata de las ventajas o desventajas un sistema económico comparado con otro.

La realidad es mucho más elemental y va más allá de las elecciones, los gobiernos, los presidentes, los primeros ministros y los referéndums. La realidad es que hoy en día, y hasta donde alcanza la vista, se está librando una batalla para proteger un concepto que costó mucho esfuerzo forjar, compartir y asumir: la idea de que todos nacemos iguales en dignidad y derechos. En esta lucha no hay norte ni sur, no hay izquierda ni derecha, oriente ni occidente. En esta lucha solo se enfrentan lo humano y lo inhumano. Nuestros derechos no pueden ser rehenes del odio, la violencia o la discriminación.

Nuestros derechos no pueden ejercerse si se nos priva de libertad o se nos hace callar. Los derechos han de poder ejercerse tanto ante los tribunales como en los consejos de administración, en las salas de los hospitales y en las aulas, y también en la intimidad de una alcoba. Acompañemos esta lucha.

Hace unos meses, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, reinstauró la denominada Global Gag Rule (Ley mordaza universal), que prohíbe gastar fondos federales en servicios que proporcionen información o referencias para servicios de aborto a mujeres que afrontan embarazos no deseados, dentro o fuera de los Estados Unidos. A menos que se encuentren recursos alternativos, la Global Gag Rule supondrá el cierre de los centros de atención sanitaria a la mujer, y con él, el aumento de embarazos no deseados, abortos practicados en condiciones poco seguras, enfermedades y fallecimientos.

Con el fin de defender el derecho de las mujeres y las adolescentes a decidir por sí mismas en materia sexual y reproductiva y, entre otras cosas, a decir cuántos hijos quieren tener, la ministra holandesa de comercio y desarrollo internacional, Lillianne Ploumen, ha amadrinado un movimiento mundial denominado SheDecides, para que las mujeres que vean amenazados sus derechos por la Global Gag Rule, puedan recibir orientación en esas circunstancias. El hashtag de este movimiento es #SheDecides.

Amigos y amigas, ni yo tengo que gustarles para que ustedes respeten mis derechos ni ustedes tienen que caerme bien para que yo defienda los suyos. Los derechos de unos y otros no son un concurso de belleza ni un premio al buen comportamiento sujeto a criterios arbitrarios.

Los derechos no son una dádiva que los poderosos otorgan a los débiles. Los derechos son algo que no se nos puede arrebatar, que todos y cada uno de nosotros -los buenos y los menos buenos- poseemos. Y han de ser defendidos de cualquier envite.

Alcemos la voz por nuestros derechos. Recurramos a ellos para defender los de los demás.

  • En su labor como comadronas y comadrones, proporcionando cuidados dignos a todos los pacientes, independientemente de su identidad o estatus social.
  • En su faceta científica, investigando sin temor ni favoritismo, compartiendo los hallazgos para mejorar la vida en un planeta amenazado, con un clima que cambia a pasos agigantados y con unos habitantes que soportan condiciones de vida durísimas.
  • En la tarea de divulgar, respeten la verdad, aporten pruebas, defiendan los hechos y den cabida a todas las voces.
  • Innoven y creen, para que podamos acabar rápida y eficazmente con la injusticia y la exclusión y hagamos posible una realidad más igualitaria, inclusiva y sostenible.
  • Sean también disidentes, que difundan la verdad ante los poderes políticos, no para ganar en prestigio, sino para ensalzar los valores que sabemos son justos y en los que creemos.

Podemos, y debemos, ser:

  • Artistas molestos, provocadores e inspiradores.
  • Filósofos que intentan comprender y acabar con las prácticas ancestrales de crueldad hacia los demás.
  • Personas que trabajan por los derechos, en lugar de consumidores que aspiran a más privilegios.

#Defiende hoy los derechos de los demás.

Billy Holliday, conocida igualmente por su labor de activista, también alzó la voz por los derechos de los demás al entonar estos versos del poeta Abel Meeropol contra el linchamiento de afroamericanos en los Estados del Sur de Estados Unidos:

“Los árboles del sur tienen extraños frutos, / sangre en las hojas y sangre en las raíces, / cuerpos negros que se balancean con la brisa del sur, /frutos extraños que cuelgan de los álamos”.

En este mundo tan propenso a traicionar sus principios y favorecer la xenofobia, donde se plantan a diario las semillas del odio y el fanatismo, también cuelgan extraños frutos de los árboles del populismo: activistas asesinados, periodistas encarcelados, detenciones arbitrarias de disidentes políticos, activistas privados de pasaporte, refugiados que huyen y son rechazados en las fronteras, expulsiones arbitrarias de personas a las que se les ha negado la ciudadanía, niños y niñas víctimas de acoso en razón de su identidad de género, mujeres víctimas de violencia sexual, niñas violadas y obligadas a contraer matrimonio, servicios esenciales sin financiación, privación del derecho a decidir sobre nuestros cuerpos…

Toda esta crueldad, disfrazada de banalidad, no debe pasar inadvertida. Es preciso oponer resistencia a la erosión del principio de igualdad. Es preciso acompañar a las víctimas, en lugar de abandonarlas.

Debemos alzar la voz y así lo haremos. Cada día, con todos los medios a nuestro alcance. Alcemos la voz y no abandonemos. Alcemos la voz por aquellos y aquellas a los que tenemos la obligación de acompañar. Alcemos la voz para defender lo más precioso, el hecho innegable: la realidad de que todos nacemos iguales en dignidad y derechos.

Notas:

1. Esta parte está basada en las reflexiones de Camila S. Espinoza, una comadrona chilena, publicadas en la web (en inglés): https://www.quora.com/What-is-the-surprising-part-of-your-job-as-a-midwife

2. https://es.wikipedia.org/wiki/Agnodice   https://en.wikipedia.org/wiki/Agnodice

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