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Declaraciones y discursos Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos

Declaración del Jefe de Derechos Humanos de las Naciones Unidas sobre una economía basada en los derechos humanos

20 abril 2023

Pronunciado por

Volker Türk, Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos

En

el 75º aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos

Lugar

Nueva York

Estimados y estimadas participantes y estudiantes,

Me complace hablar hoy ante la New School, la cual ha promovido tantas ideas innovadoras para posibilitar el cambio social.

Me gustaría recordar la audacia y la claridad de otros ponentes y profesores que se dirigieron en el pasado a esta institución, personas como Hannah Arendt, John Maynard Keynes, Margaret Mead, Frank Lloyd Wright, al tiempo que nos enfrentamos a una de las cuestiones decisivas de nuestra generación: cómo construir economías que defiendan los derechos humanos, la dignidad humana, la paz y la justicia.

Se trata de una cuestión urgente. La población mundial tiene carencias, necesidades y problemas. Nuestro planeta está siendo maltratado, al igual que todos nosotros y nosotras.

Países en todas las regiones están sufriendo niveles de pobreza que no se veían desde hace una generación, además de una crisis alimentaria mundial de unas dimensiones que no tienen precedente alguno. Se calcula que 345,2 millones de personas pasarán hambre este año: una cifra que es más del doble que la de 2020. Este dato es realmente grave, ya que el hambre, en especial en los niños y niñas, tiene profundas consecuencias prolongadas en los niveles de salud y educación a largo plazo. Para 2030, si continúan las tendencias actuales, 574 millones de personas, el 7 por ciento de la población mundial, estará atrapada en la extrema pobreza. En este, así como en la mayoría de los otros Objetivos de Desarrollo Sostenible, nuestros avances se han estancado abruptamente.

La emergencia climática está acelerándose, a la vez que se ha hecho muy poco para transformar los condicionantes económicos del calentamiento, la contaminación y la destrucción de biodiversidad. Muchos de los países más afectados por el aumento de las hambrunas, las sequías y las tormentas devastadoras, así como por el incremento de la pobreza, no son capaces de adoptar ninguna medida adecuada en ninguno de estos frentes, ya que también se ven atados de manos para actuar debido a su deuda. Más de la mitad de los países más pobres del mundo sufre un nivel severo de endeudamiento, o se encuentran en un nivel parecido, con la inflación global, los tipos de interés elevados y una crisis bancaria potencial empeorando aun más la situación.

Esto se traduce en muertes que podrían ser evitables; miseria que podría ser evitable; subdesarrollo que se podría evitar; así como injusticias, violencia y conflicto que podrían ser evitados.

Es un escenario en el que a ninguno de nosotros le gustaría vivir, o dejar en herencia a nuestros hijos y a las generaciones futuras.

Y podemos evitarlo.

Las economías punteras del mundo pueden potenciar políticas que darían la vuelta a esta situación.

No hablo de un cuento de hadas. Se puede hacer, de manera pragmática, a través de cambios concretos en los factores a los que otorgamos prioridad y modificando como otorgamos esta prioridad.

Intentemos recordar un tiempo, no hace mucho, en donde la oscuridad y el horror superaban a los que vemos en la actualidad, y fijémonos en las decisiones que los líderes de entonces asumieron, lo que trajo mayor esperanza, prosperidad y justicia al planeta.

Fue hace 75 años. La segunda guerra mundial acababa de terminar. En el espacio de apenas 20 años, se habían librado dos guerras mundiales con un coste de millones de vidas y que supuso la destrucción de muchos países. Un sistema abominable de asesinatos en masa se había utilizado contra millones de personas, provocando el Holocausto. La bomba atómica trajo consigo muertes de una nueva clase y escala. Una depresión económica de una magnitud desconocida para la humanidad había empobrecido a personas y países en todos los rincones. Casi todos los países del Sur Global estaban siendo despojados de sus recursos debido una ocupación colonial continua, se había privado injustamente a sus poblaciones de educación, oportunidades, representación y derechos.  Y conforme finalizaba la segunda guerra mundial, millones y millones de personas se desplazaban, obligadas a abandonar sus hogares y echar raíces en lugares que les resultaban completamente desconocidos y complejos.

En ese escenario de destrucción, pobreza e inestabilidad, países de todas las regiones se reunieron para adoptar decisiones que cambiarían el mundo.

Crearon las Naciones Unidas, con una Carta que prometía «preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra... reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre... y promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad».

A continuación, diseñaron un mapa. Un texto que trazaba, para esas mismas generaciones y para las futuras, una ruta que evitara las guerras y se encaminara hacia la justicia. Los 30 Artículos de la Declaración Universal de Derechos Humanos delinearon las políticas que conducirían a crear sociedades más justas, más equitativas y por lo tanto, más resilientes.

Estableció derechos civiles y políticos; derechos económicos, sociales y culturales.

El derecho a vivir sin ningún tipo de discriminación, detención arbitraria o tortura.

Los derechos a la educación y a una alimentación adecuada; a asistencia sanitaria; a protecciones sociales para toda la vida; y a vivienda.

Libertad de expresión, opinión, y el derecho a la vida privada. Libertad de asociación y de reunión pacífica. Libertad de religión o creencias.

El derecho a condiciones justas de trabajo. A un juicio justo y a igualdad de protección ante la ley. El derecho a participar, de manera libre y decisiva, en los asuntos públicos.

Estos y otros derechos, inherentes a cada uno de nosotros y nosotras, encarnan valores que todos los países comparten y se comprometen a respetar. Durante los últimos 75 años, la Declaración Universal de Derechos Humanos ha conducido a obtener enormes avances, ayudando a las sociedades a lidiar con problemas tan profundos que parecían irresolubles, además de reconstruyendo nuevos tipos de relaciones entre actores sociales, basadas en una mayor igualdad y confianza.

Muchas estructuras que mantenían una grave discriminación racial y de género fueron desmanteladas. Se consiguieron avances importantísimos en educación y atención sanitaria.

Se hizo más evidente la necesidad de que gobiernos e instituciones escuchen, informen e incluyan plenamente y de manera significativa a las personas en la toma de decisiones.

Los países recuperaron su independencia.

Y las personas pudieron ejercer sus derechos. Y lo que quizás sea lo más importante de todo, la Declaración Universal inspiró un activismo y una solidaridad vibrantes, imaginativos, y poderosos, todo lo cual dio poder a las personas para exigir sus derechos y participar activamente en sus comunidades y sociedades.

Nadie se atrevería a afirmar que la Declaración Universal se ha respetado en todo el mundo. Una dicotomía de escasa utilidad entre derechos civiles y políticos, por un lado, y derechos económicos, sociales y culturales, por otro, decía reflejar divisiones ideológicas y dificultaba el progreso. Muchos grupos privilegiados se opusieron al llamamiento fundamental a la igualdad de derechos y libertades. El historial de cada país en materia de derechos humanos es, y ha sido, defectuoso.

Aun así, este texto —y el conjunto de leyes y tratados que componen su base— influyeron considerablemente en los gobiernos. Y al redundar en una mayor inversión en protecciones sociales permanentes; un acceso más amplio a la atención sanitaria y educación de calidad; unos sistemas destinados a acabar con la tortura; y una mayor igualdad en todas las esferas de la vida, se favoreció un contrato social más inclusivo, participativo, receptivo, saludable y exitoso entre los gobiernos y la población.

Ofrecieron un espectro más amplio de opciones a las personas.

Y crearon las condiciones propicias para una mayor armonía y paz social dentro de los Estados, y también entre ellos.

Ahora nos encontramos en 2023. No podemos permitirnos una atenuación de este texto poderoso y luminoso. Nuestro mundo se ve convulsionado por las crisis. Y al igual que nuestros antepasados hace 75 años, podemos —y debemos— tomar medidas para revertir esta miseria, confusión y agitación crecientes.

A partir de las lecciones que aprendieron y de los pasos que trazaron, podemos construir sociedades más resistentes invirtiendo en dignidad humana y justicia.

Desde la experiencia de la pandemia debemos aprender la importancia que reviste la asistencia sanitaria universal y la protección social. Y debemos garantizar que todos los sistemas de atención y apoyo respondan a las necesidades de las personas, con independencia de su edad, raza, sexo, discapacidad o cualquier otra característica.

Desde nuestras repetidas experiencias de estancamiento y recesión económica —y el creciente temor de la ciudadanía por el futuro de sus familias—, necesitamos aprender que aquellos recursos considerados bienes comunes han de emplearse en pro del bien común.

Tenemos que dar la máxima prioridad posible a la aplicación de una economía verde que pueda afrontar los retos que entrañan el cambio climático y defender el derecho de todos y todas a un medio ambiente limpio, saludable y sostenible. Y necesitamos que ese cambio sea una transición justa que no renuncie a derechos laborales y sociales esenciales.

Necesitamos políticas económicas, como las políticas fiscales y presupuestarias, que atiendan y corrijan las desigualdades extremas aceleradas por la pandemia dentro de los propios países y entre unos con otros.

Porque permítanme recordarles: esa pobreza, esas desigualdades, esos costes desiguales del cambio climático no solo son injustos, sino que también desencadenan una inestabilidad y violencia a escala nacional y mundial, que nos afectan a todos y todas. Se trata, en definitiva, de prevenir las crisis.

Una economía basada en los derechos humanos ofrecerá mejores resultados a las personas y al planeta al basarse en los derechos de todos y todas, más allá de los beneficios. Sus políticas dirigen un viento de poderosa energía hacia la consecución de la Agenda de Desarrollo Sostenible —una agenda de derechos humanos— y abordan de forma coherente las cuestiones sociales y medioambientales que son de importancia crucial para todos los seres humanos de la faz de la Tierra.

En vez de desarrollar vacíos jurídicos complejos que eximan a las personas de alto poder adquisitivo de la equidad tributaria, la economía de los derechos humanos destina la inversión a abordar y corregir los obstáculos a la igualdad, la justicia y la sostenibilidad.

En vez de favorecer los intereses privados de los grupos de presión adinerados, deja el espacio máximo para la participación inclusiva y el diálogo social, e invierte el máximo de recursos disponibles en la promoción de los derechos humanos, en particular la protección social, la educación y la sanidad universales, la alimentación, la vivienda, así como en ofrecer un nivel de vida adecuado para todos y todas.

Procura erradicar la corrupción, los flujos financieros ilícitos y la evasión fiscal que despojan a la población de su participación legítima en los recursos. Y garantiza que las operaciones empresariales no causen daños mediante la debida diligencia en materia de derechos humanos. Espero que esto también incluya abordar los límites al consumo y a la comercialización nociva. Las industrias del tabaco, los combustibles fósiles, el plástico y la leche infantil han demostrado su desprecio por los derechos humanos.

Lamedición del éxito económico debe ampliarse más allá del instrumento burdo del Producto Interior Bruto y evaluar en qué medida la economía respeta los derechos de las personas. Esa medición también debe desglosarse para garantizar que la discriminación y otras formas de desigualdad estructural, sean claramente visibles y puedan tratarse. Sé que algunos y algunas de ustedes tienen amplios conocimientos sobre esta materia, y espero que puedan darnos su opinión. También espero con interés que los dirigentes mundiales acuerden medidas complementarias al PIB en la Cumbre sobre el Futuro del próximo año.

A escala mundial, una política económica basada en los derechos humanos debe incluir el establecimiento de límites desde la perspectiva de los derechos humanos a las instituciones financieras y de desarrollo internacionales, de forma que los gobiernos no se vean obligados a recortar las inversiones en derechos para liquidar su deuda externa. Las instituciones financieras actuales no se crearon con el fin de proteger los derechos y los intereses fundamentales de la población de los países en desarrollo. Estas, junto con los gobiernos y todos los responsables económicos, ahora deben reconocer que las inversiones necesarias en la promoción de los derechos de las personas deben protegerse, y no socavarse con políticas de austeridad.

La economía de los derechos humanos propiciará una mayor armonía social. A modo de ejemplo, cuando las personas pueden seguir la pista del dinero a través de una toma de decisiones presupuestarias transparente y responsable, su escrutinio —y el diálogo resultante— generan políticas más eficaces y una mayor confianza en el gobierno.

Ello contribuirá a una mayor prosperidad. Quiero ser claro al respecto: la economía de los derechos humanos no contraerá las economías, sino que las hará crecer por medio de medidas que disminuyan las desigualdades de oportunidades y recursos y que permitan a todas las personas contribuir plenamente al conjunto. La experiencia ha demostrado repetidamente que las medidas de derechos humanos no suponen un coste neto, sino una inversión, y para mí es evidente que una economía de derechos humanos traerá consigo una prosperidad mayor y más inclusiva.

Una economia basada en los derechos humanos también es aquella que consolida la paz, ya que aborda muchas de las causas principales de los agravios y los conflictos. Los estudios han demostrado en repetidas ocasiones que las violaciones de los derechos humanos por parte de las fuerzas policiales, el desempleo persistente y las privaciones económicas contribuyen a la radicalización y al extremismo violento. Tras una amplia revisión, el Banco Mundialconcluyó en 2018 que "para todos los países, abordar las desigualdades y la exclusión, hacer que las instituciones sean más inclusivas y garantizar que las estrategias de desarrollo tengan en cuenta los riesgos son un paso fundamental para prevenir el desgaste del tejido social que podría desembocar en crisis”.

Soy una de las muchas personas que pueden dar fe de esta verdad. Al haber trabajado en el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y en otros ámbitos de Naciones Unidas, he dedicado 30 años de mi carrera a situaciones en las que se han vulnerado los derechos humanos. Situaciones en las que las personas se han visto obligadas a huir, en medio del caos, por conflictos o privaciones, y a aceptar las deficientes medidas correctivas o paliativas que se han de adoptar con el fin de protegerles y mantenerles con vida.

Ahora, como Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, mi labor implica algo más que arreglar lo que no funciona. Se trata de avanzar, generar confianza, ayudar a los países a establecer las estructuras y los sistemas que garanticen la equidad, la prosperidad común, el respeto mutuo y, por tanto, la estabilidad.

Se trata de una actitud: el Estado, y la economía, existen para servir al pueblo. Este modelo de gobernanza —y de economía— teje el tejido de sociedades cohesionadas y de naciones que pueden trabajar juntas. Creo que esta fue la visión que llevó a Hernán Santa Cruz, uno de los redactores de la Declaración Universal de Derechos Humanos, a insistir enérgicamente en la importancia de promover tanto los derechos económicos y sociales como los derechos civiles y políticos de forma indivisible y universal.

El 75º aniversario de la adopción de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que se celebra este año, puede ser otro punto de inflexión que inspire un nuevo compromiso para defender y promover los derechos humanos en todas las esferas del empeño humano.

Considero esta economía de los derechos humanos como un proyecto participativo. Por ejemplo, sería conveniente recabar y analizar datos desglosados de forma más sistemática sobre las consecuencias que tienen las medidas de derechos humanos en una economía más fuerte, resiliente y de base amplia. Asimismo, tenemos que examinar más a fondo y específicamente la presupuestación de los derechos humanos, así como otros medios de determinar mejor las deficiencias y los retos, a fin de que los responsables políticos puedan diseñar políticas y prácticas institucionales que defiendan los derechos humanos. El presupuesto nacional es una de las herramientas de política económica más importantes para promover los derechos humanos y avanzar hacia los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Pero en muchos países los documentos presupuestarios no reflejan las normas y obligaciones de derechos humanos en su contenido financiero.

En estas y otras muchas cuestiones, necesitamos su ayuda. Cada uno de nosotros y nosotras tiene un papel que desempeñar para hacer realidad esta visión. Una estrategia múltiple, pero coherente e integrada, debe contar con los puntos de vista y los esfuerzos de todos y todas, desde académicos a activistas, desde responsables políticos al sector privado. Necesitamos su experiencia, sus preguntas agudas, su energía y su apoyo.

Gracias.