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Discurso de la Alta Comisionada Adjunta de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la Sra. Kate Gilmore, ante el Panel sobre los jóvenes y los derechos humanos

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22 septiembre 2016

33er. periodo de sesiones del Consejo de Derechos Humanos
Ginebra, 22 de septiembre de 2016
Sala XX, Palacio de las Naciones

Sr. Presidente, Excelencias, Distinguidos Delegados, colegas y amigos:

Es para mí un privilegio participar en este panel, en particular junto a los representantes de movimientos juveniles del mundo entero.

La realidad demográfica actual y el ritmo del cambio mundial –para bien y para mal- se combinan para convertir a los jóvenes en la generación de nuestra época. Ese otro SDG, [como la sigla de Sustainable Development Goals u Objetivos de Desarrollo Sostenible] si lo prefieren, la Sustainable Development Generation [Generación del Desarrollo Sostenible].

En el mundo entero, 1.800 millones de jóvenes, la generación más numerosa que haya visto la humanidad, proclaman por su mera existencia que sin ellos no puede haber desarrollo sostenible y que no habrá desarrollo duradero si no es para ellos. El número impone el hecho; nuestras obligaciones hacia ellos determinan este imperativo moral y sus derechos nos vinculan necesariamente a su realidad.

Porque hoy, en el mundo entero, los jóvenes tienen el triple de probabilidades de hallarse desempleados que el resto de los adultos, lo que significa que hay 73 millones de jóvenes que buscan trabajo pero no lo encuentran.

Y cuando encuentran empleo, tienen que trabajar en condiciones mucho más precarias que los adultos y sin recibir el mismo salario por igual labor.

Veintisiete millones de jóvenes son migrantes –lejos de sus hogares, a veces viajando solos en condiciones precarias, huyen de una existencia que no pueden soportar en busca de otra vida de seguridad, mejor nivel de vida, más oportunidades de educación y empleo, para verse libres de la discriminación y el abuso por motivo de género, raza y otras características, buscando –en otras palabras- la libertad que les permita ejercer sus derechos humanos.

Los jóvenes menores de 30 años constituyen el 43 por ciento de todas las víctimas de homicidio.

La violencia sexual afecta de manera más que proporcional a las muchachas y las niñas, y las complicaciones durante el embarazo y el parto son el segundo motivo de muerte entre las adolescentes de los países en desarrollo, a pesar de que, en general, son problemas susceptibles de prevención. Cada año, al menos tres millones de jóvenes de entre 15 y 19 años de edad se someten a abortos sin condiciones de seguridad.  

En el mundo, las adolescentes son el único grupo etario que presenta un aumento del número de muertes por SIDA, un incremento de casi el 50 por ciento durante el periodo de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, en comparación con una reducción del 32 por ciento registrada entre todos los demás grupos durante el mismo periodo.

Y debemos tener muy claro lo que esto representa a escala planetaria. En el mundo entero, la pobreza relativa y la falta de oportunidades es joven, joven, joven. La media de edad de la población de Níger es de 15 años. En Sudán del Sur, 17. En Yemen y Nigeria, alrededor de 18. ¿La demografía del privilegio relativo? Es de mucha más edad y sigue envejeciendo: la media de edad de Dinamarca es de 41 años, la de Austria, de 44, y la de Alemania, de 46.

Señor Presidente:

Nuestro mundo exige un compromiso mejor y más integrador con la mayor generación de más potencial –en energía, creatividad, pasión y talento- a la que jamás hayamos tenido acceso y, sin embargo, en el mundo entero sólo el 1,65 por ciento de los parlamentarios tienen edades comprendidas entre los 20 y los 30 años. De hecho, la edad media de los parlamentarios del mundo es de 53 años.

En verdad, el historial de nuestro compromiso con los jóvenes no es una lectura muy amena. Esta generación, que es la más interconectada, la más instruida y la más sana de todas, es también la generación que corre los mayores riesgos de quedarse rezagada, muy rezagada. No obstante, como muestra la historia económica y social de los países que tras la Segunda Guerra Mundial se saltaron etapas del desarrollo, la inversión en la juventud –el aprovechamiento del dividendo demográfico que aportan las poblaciones más jóvenes- se traduce en beneficios para todos. 

Sí, las necesidades de los adolescentes y los jóvenes son considerables: escolarización y enseñanza superior, competencias para la vida práctica y formación profesional, empleo significativo, hogares seguros, protección de la violencia, de la explotación, de la exclusión y posibilidad de alcanzar la autonomía personal en cuanto a la adopción de decisiones sobre su propia salud sexual y reproductiva.

Pero lo que sustenta a estas necesidades y es fundamental para el reparto de responsabilidades en la tarea de satisfacerlas, son sus derechos. Después de todo:

·    Las violaciones de sus derechos constituyen las peores amenazas para el bienestar de jóvenes y adolescentes; violaciones del derecho de las muchachas a recibir protección ante el matrimonio precoz y forzado; de los derechos de los jóvenes a vivir libres de violencia sexual y libres también de discriminación por motivo de edad, discapacidad e identidad étnica o de género.
·    La denegación de sus derechos aumenta aún más su vulnerabilidad y refuerza la desigualdad. Denegación, por ejemplo, de su derecho a acceder a los artículos, la información y las opciones que les ayudarían a evitar o aplazar los embarazos, les protegerían mejor de las enfermedades de transmisión sexual y les permitirían  gestionar sus relaciones sexuales de manera que fueran más seguras y consensuadas.
·    La violación y la denegación de sus derechos desestabiliza otros derechos, tales como el derecho a la educación, a disponer de medios de subsistencia, a desempeñar un empleo y a participar en la vida política.

Sí, el desarrollo  -inclusivo y sostenible- debería centrarse en sus necesidades pero debe también proteger sus derechos. Es nuestro deber:

-     Institucionalizar un sólido registro civil, en el que se inscriban los nacimientos, los matrimonios y las causas de fallecimiento, porque estos son los elementos básicos de la personalidad jurídica.
-     Abrogar las leyes y enfrentarnos a las normas culturales que estorban el acceso de los jóvenes a la información, los servicios, los contraceptivos y, por ende, a las opciones; 
-   Poner fin al matrimonio precoz, tanto en las leyes como en la práctica.    
-     Dar a niñas y niños un acceso irrestricto a la educación sexual de amplio espectro;
-     Facilitar a los adolescentes y los jóvenes servicios de salud comunitarios integrados, que los acojan en vez de estigmatizarlos.

Y, lo que resulta aún más decisivo:

-     Mantener a los adolescentes en la escuela, en especial a las jóvenes, ya estén embarazadas, casadas o solteras;
-     Si no están escolarizados, seguir educándoles, por ejemplo, mediante la adquisición de competencias para la vida práctica;
-     Si lo anterior no fuera posible, crear oportunidades para que sigan aprendiendo y tender pasarelas para que regresen al sistema educativo.

Excelencias:

Debemos reconocer, sin embargo, que los problemas más profundos no los causan los jóvenes:

“Vivimos en un periodo de decadencia. Los jóvenes ya no respetan a sus padres. Son groseros e impacientes. Suelen acudir a las tabernas y carecen de templanza”.

Esas palabras las escribió en los muros de una tumba egipcia un adulto, hace más de 6.000 años. Parece que, a lo largo de los siglos, la incomodidad de los adultos –nuestra amnesia- ha contribuido a agravar más que a aliviar la carga de sufrimiento que pesa sobre los hombres y las mujeres jóvenes. Nuestra mojigata negativa a aceptar la eclosión de su sexualidad obnubila y distorsiona nuestro compromiso con esa importante etapa de desarrollo humano que es la adolescencia, durante la cual la persona llega a ser ella misma  –durante la cual también nosotros llegamos a ser lo que somos – un ser con talento, género, sexo, personalidad e individualidad. 

Y, lo que resulta aún más perverso: Es la conducta de los adultos, bajo la forma de explotación y abuso de esa identidad sexual en formación, la que opera oculta en gran número de casos de matrimonio precoz, abuso sexual infantil y trata de niños.

El doble rasero obstaculiza aún más la dignidad de los jóvenes: ¿Se les considera sin edad suficiente para conducir, pero lo bastante mayores como para ser padres? ¿No tienen la edad requerida para votar, pero sí para contraer matrimonio? ¿Son lo bastante mayores como para quedarse embarazadas, pero no para acceder a la educación sexual, la información sobre el tema o los contraceptivos? ¿Con edad suficiente para contraer una enfermedad venérea pero no lo suficientemente mayores como para recibir el tratamiento para curarla?

Que el tránsito de la infancia a la edad adulta sea un pasaje seguro, no es responsabilidad del niño, es nuestra responsabilidad. Los retos que debemos afrontar en esa transformación quizá no tengan tanto que ver con la conducta de los jóvenes como con la de los adultos, con la conducta de padres, familias, escuelas, comunidades, gobiernos e instituciones internacionales.  Nuestra obligación hacia ellos es facilitarles el tránsito de la infancia a la edad adulta, mediante la defensa, la protección y el respeto de sus derechos. E igualmente esencial es compartir con ellos el espacio político, económico y social, los haberes y las oportunidades. La construcción de plataformas permanentes de diálogo intergeneracional debería convertirse en una prioridad urgente. Y, en este ámbito, no son precisamente los jóvenes quienes deberían ejercer el liderazgo más enérgico y formular los llamamientos más inequívocos. Pero lo están haciendo. Y además, nos recuerdan que quieren, necesitan y tienen derecho a los bienes, el espacio, el apoyo y la libertad para tomar decisiones fundamentadas sobre sus cuerpos, sus oportunidades y nuestro futuro compartido.

Muchas gracias.

Los jóvenes y los derechos humanos
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